Cuando el protagonista esté realmente alterado, se mostrará una cápsula:

Deberás decidir decidir si administrarla o no: la historia evolucionará de modo diferente en cada caso.

Una vez administrada la medicación, su efecto será irreversible.

¡Cierto! soy nervioso, terriblemente nervioso –siempre lo he sido. Sin embargo, ¿qué motivo habría de llevarles a ustedes afirmar que estoy loco? Mi trastorno no había hecho sino agudizar mis sentidos –no los anuló, ni los entorpeció. Especialmente agudo se había vuelto mi oído. Era capaz de escuchar todo lo que sucediera en el cielo y en la tierra; también muchas cosas procedentes del infierno. ¿Cómo podría, entonces, estar loco? Escuchen, y observen cuán calmada y cuerdamente les relato mi historia.

No sabría decir cómo se metió aquella idea en mi cabeza, ni cuándo; pero, una vez concebida, me asaltaba día y noche. No entrañaba propósito alguno. Tampoco razones pasionales. En realidad, yo apreciaba al viejo. Nunca se había portado mal conmigo, nunca me había dicho una palabra ofensiva. Tampoco es que tuviera interés alguno por su dinero. Creo que era... ¡su ojo! Sí, eso era. Ese ojo de buitre, de un azul pálido, recubierto por una película opaca. Me helaba la sangre cada vez que se posaba sobre mí. Así que, de modo gradual –casi sin darme cuenta– empecé a considerar la idea de matar al viejo y apartar su ojo de mí de una vez por todas.

Bueno, he aquí la cuestión: ustedes me consideran loco. Pero los locos nada saben. Sin embargo, deberían haberme visto. Deberían haber visto con qué habilidad me puse manos a la obra. Con qué cautela, con qué disimulo. Nunca antes había sido tan amable con el viejo como lo fui durante aquella época. Y cada día, llegada la media noche, me plantaba ante la puerta de su dormitorio y retiraba muy suavemente el pestillo. La iba abriendo poco a poco con gran delicadeza, hasta que la apertura era tan ancha como mi cabeza; entonces metía por ese espacio una linterna sorda, totalmente cerrada, de modo que no irradiara el más mínimo destello de luz, y tras ella introducía mi cabeza. ¡Oh! se habrían reído de haber presenciado mi astucia cuando me asomaba. Me movía muy despacio –sumamente despacio– con tal de no despertar al viejo. Solía llevarme una hora entera meter la cabeza a través de la apertura, de modo que pudiera llegar a verlo acostado en su cama. ¡Ja! ¿acaso un loco hubiera sido tan astuto? Y luego, con la cabeza ya bien adentro, entreabría la portezuela de mi lámpara con gran cautela para evitar el chirrido de sus bisagras. Tan fina era la rendija, que apenas un fino rayo de luz iba a dar sobre el ojo de buitre. Así hice durante siete largas noches, siempre a la misma hora. Pero en todas las ocasiones encontré el ojo cerrado, de modo que no me sentía capaz de cumplir mi propósito –pues era el ojo maligno, y no el anciano, lo que me sacaba de quicio. Y cada mañana, al romper el alba, entraba con toda frescura en la habitación del viejo para charlar con él, lo llamaba afectuosamente por su nombre, y le preguntaba cómo había pasado la noche. Habría tenido que ser un hombre muy perspicaz para sospechar que cada noche, tocadas las doce, me dedicaba a observarlo mientras dormía.

La octava noche fui más cauto que nunca al abrir la puerta; el minutero de un reloj se habría movido más rápido que yo. Nunca antes de aquella noche había sentido con tanta fuerza el alcance de mis propias capacidades, de mi sagacidad. Apenas si podía contener mi euforia. Pensar que allí estaba, abriendo la puerta poco a poco, sin que el viejo pudiera adivinar ni en sueños cuáles eran mis propósitos. La misma idea me provocó una risa sofocada, que quizás el hombre escuchara, pues de repente se revolvió en su lecho, sobresaltado.

Quizás puedan pensar que aquel incidente me hizo dar marcha atrás, pero no fue así. La oscuridad en la habitación era absoluta –pues el viejo cerraba bien los postigos por miedo a los ladrones– así que no había manera de que el hombre viera cómo iba abriendo la puerta poco a poco. Una vez más tenía la cabeza dentro y me disponía a correr la rendija de mi lámpara, cuando mi dedo resbaló en la portezuela provocando un leve ruido y el viejo se irguió sobresaltado, exclamando:

–¿Quién anda ahí?

Me quedé quieto y en silencio. Permanecí una hora entera sin mover un sólo músculo, y en ese rato no oí al viejo recostarse de nuevo. Seguía sentado en la cama, atento –tal como yo mismo había hecho noche tras noche–, atento al acecho de la muerte.

Finalmente oí un tenue gemido, y supe que era el gemido del terror mortal. No era un quejido ni un lamento, ¡no!, era el sonido ahogado que surge de lo más hondo del alma cuando uno no puede soportar más el miedo. Yo conocía bien este sonido. Muchas noches, a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgía este sonido de lo más hondo de mi ser, agudizando con su eco aterrador lo terrores que me invadían. Sabía lo que el hombre sentía en aquellos momentos, y me daba lástima, aunque me reía para mis adentros. Comprendí que estaba despierto desde el primer ruido, cuando se había revuelto en la cama. Su miedo no había hecho más que crecer, pese a que había tratado de convencerse a sí mismo de que no había motivo alguno para ello. Había estado diciéndose: “No es más que el viento que entra por la chimenea”, o “es un ratón que cruza la habitación”, o bien “no es más que un grillo que chirrió una sola vez”. Sí, había tratado de calmar su pensamiento con tales suposiciones, pero nada de esto le había servido. Todo era en vano, pues la Muerte, al acercársele, se había deslizado ante él con su negra sombra y lo había cubierto con ella. Y fue precisamente la fatal influencia de aquella sombra inadvertida lo que lo llevó a sentir –pese a que no había podido ver ni oír nada en absoluto– la presencia de mi cabeza en la habitación.

Tras esperar un largo rato, muy pacientemente, sin que oyera al viejo echarse de nuevo, decidí descubrir con gran sigilo una pequeña –diminuta– rendija en mi lámpara. Al hacerlo –no podrían imaginar cuán sigilosamente– un haz de luz fino como el hilo de una telaraña brotó y fue a caer justo encima del ojo de buitre. Éste estaba abierto de par en par, y al contemplarlo me puse furioso. Lo podía distinguir a la perfección: aquél azul mortecino cubierto por una película opaca que helaba hasta el tuétano de mis huesos. Sin embargo, nada más podía ver del viejo, ni su rostro ni su persona: era como si por instinto hubiera dirigido el rayo de luz directamente hacia el lugar maldito. ¿Y no les he advertido ya de su error al tomar por locura un exceso de agudeza en los sentidos? Pues fíjense que en aquel momento mis oídos captaron un sonido apagado, monótono y apresurado, como el que produciría un reloj envuelto en algodón. También conocía bien este ruido. Era el latido del corazón del viejo. Aquello alimentó mi furia, como el redoble del tambor infunde valor en el soldado.

Pero aun así me contuve y permanecí quieto. Apenas espiraba. Sujetaba la lámpara sin mover un músculo, tratando de mantener el haz de luz sobre el ojo con la máxima firmeza. Mientras tanto, el volumen de la música infernal de su latido aumentaba. El ruido crecía y crecía, más alto y más rápido a cada momento. ¡El terror que sentía el viejo tenía que ser extremo! Me siguen ustedes, ¿verdad? Ya les he advertido que soy una persona nerviosa: lo soy. Y en aquel momento, en lo más oscuro de la noche, envuelto por el silencio espectral que reinaba en la vieja casa, no es de extrañar que un ruido como aquél me produjera un pánico incontrolable.

Aun así, conseguí mantener la calma por algunos minutos más. ¡Pero el latido creía y crecía! Parecía que el corazón iba a estallar. Y entonces se apoderó de mí una nueva preocupación: ¡algún vecino podía oír aquél sonido! ¡La hora del viejo había llegado! Con un chillido, solté la lámpara y me metí de un salto en la habitación. Él gritó también, aunque una sola vez. En un abrir y cerrar de ojos lo arrastré al suelo y lo cubrí con el pesado colchón. Mi rostro dibujó una sonrisa al comprender que ya estaba hecho. Durante varios minutos el corazón siguió profiriendo su latir amortiguado. Pero ya no me molestaba; no era lo bastante fuerte como para traspasar los muros. Finalmente cesó. El viejo estaba muerto. Retiré el colchón y examiné el cadáver. Sí, el hombre estaba bien muerto. Coloqué la mano sobre el corazón y la mantuve ahí durante algunos minutos. No había pulso. Estaba muerto del todo. Su ojo nunca más habría de molestarme.

Si todavía piensan que estoy loco, dejarán de creerlo en cuanto les describa las escrupulosas precauciones que tomé para ocultar el cuerpo. La noche avanzaba, y yo trabajé aprisa pero en silencio. Lo primero fue desmembrar el cuerpo. Seccioné cabeza, brazos y piernas. A continuación, levanté tres tablones del suelo y deposité los distintos trozos en el hueco. Luego volví a encajar cuidadosamente las tablas en su sitio, con tanta pericia que ningún ojo humano –ni siquiera el del viejo– habría podido detectar algo. No había nada que limpiar –no había manchas de sangre. Había sido lo bastante cauteloso para que esto no sucediera; la bañera se lo había tragado todo, ja, ja, ja...!

Cuando hube terminado toda la faena eran las cuatro de la madrugada y la noche seguía tan oscura como a medianoche. Sonaban las campanas cuando alguien llamó a la puerta de la calle. Bajé a abrir con tranquilidad, ¿qué había de temer? En la entrada aguardaban tres hombres, que educadamente se presentaron como agentes de policía. Un vecino había oído un grito durante la noche y había pensado que podía tratarse de una agresión. Tras alertar a la policía, los habían enviado a investigar la zona. Sonreí –¿acaso había algo que temer?– y los invité a entrar de buen grado. El grito, les conté, lo había proferido yo mismo en mitad de una pesadilla. Respecto al viejo, comenté que había había ido a pasar unos días en el campo. Guié a mis visitantes a través de la casa, y les insté a que buscaran a fondo. Al final los conduje a la habitación del viejo. Les mostré sus objetos de valor, serenamente. Dejándome llevar por un entusiasmo producto de mi propia confianza, traje sillas a la habitación y los invité a descansar un rato, mientras yo –con la inmensa soltura que me brindaba mi triunfo impecable– situaba mi asiento justo encima de los tablones bajo los cuales descansaban los restos de la víctima.

Los agentes estaban satisfechos. Mi forma de actuar los había convencido. Yo me sentía particularmente tranquilo. Se sentaron; y mientras yo les iba contestando animadamente, ellos iban charlando. Sin embargo, transcurrido un rato sentí que palidecía y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y me parecía escuchar un zumbido; pero ellos seguían charlando en sus sillas. El zumbido aumentaba, pasaba el rato y aumentaba. Yo hablaba más alocadamente que antes para intentar librarme de aquella sensación; pero continuaba, e iba cobrando definición, hasta que finalmente comprendí que el ruido no estaba en mis oídos. En aquel momento palidecí más aun; empecé a hablar más fuerte y con mayor fluidez. Sin embargo, pese a mis esfuerzos el ruido seguía aumentando, ¿y qué podía hacer yo? Se trataba de un sonido apagado, monótono y constante, como el de un reloj envuelto en algodón. Me faltaba el aire; y sin embargo los agentes no parecían oír nada.

Empecé a hablar aún más rápido, con mayor vehemencia; pero el ruido no cesaba de crecer. Discutía cualquier tontería dándole relevancia, gesticulando con violencia; pero el ruido seguía creciendo. ¿Por qué no paraba? Me puse de pie y empecé a dar vueltas por la habitación a grandes zancadas, como si me enfurecieran las apreciaciones de aquellos caballeros; pero el ruido no hacía sino aumentar. Oh, ¡Dios! ¿Qué podía hacer? ¡Maldije, despotriqué, juré! Removí la silla en la que me sentaba, rascando los tablones, pero el ruido no hizo sino seguir aumentando, más envolvente aún. ¡El sonido seguía creciendo, y creciendo! Y sin embargo aquellos hombres seguían charlando tranquilamente, sonrientes. ¿Acaso era posible que no lo oyeran? ¡Por Dios! ¡No, no! ¡Lo oían! ¡Lo habían sospechado! ¡Lo sabían todo! ¡Se estaban burlando de mi terror! – eso pensé, y lo sigo creyendo. ¡Pero cualquier cosa era mejor que aquella agonía! ¡Cualquier cosa resultaba más tolerable que una burla semejante! ¡No podía soportar por más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que debía gritar o moriría! Y una vez más el ruido crecía y crecía, ¡era cada vez más fuerte, y más fuerte!

– ¡Miserables! –grité al fin– ¡Dejad de disimular! Lo admito: ¡Yo lo maté! ¡Levantad estos tablones! ¡Aquí, aquí! ¡De aquí proviene el latido de su horrible corazón!

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El corazón delator (relato original)