¡Cierto! soy nervioso, terriblemente nervioso –siempre lo he sido. Sin embargo, ¿qué motivo habría de llevarles a ustedes afirmar que estoy loco? Mi trastorno no había hecho sino agudizar mis sentidos –no los anuló, ni los entorpeció. Especialmente agudo se había vuelto mi oído. Era capaz de escuchar todo lo que sucediera en el cielo y en la tierra; también muchas cosas procedentes del infierno. ¿Cómo podría, entonces, estar loco? Escuchen, y observen cuán calmada y cuerdamente les relato mi historia.
No sabría decir cómo se metió aquella idea en mi cabeza, ni cuándo; pero, una vez concebida, me asaltaba día y noche. No entrañaba propósito alguno. Tampoco razones pasionales. En realidad, yo apreciaba al viejo. Nunca se había portado mal conmigo, nunca me había dicho una palabra ofensiva. Tampoco es que tuviera interés alguno por su dinero. Creo que era... ¡su ojo! Sí, eso era. Ese ojo de buitre, de un azul pálido, recubierto por una película opaca. Me helaba la sangre cada vez que se posaba sobre mí. Así que, de modo gradual –casi sin darme cuenta– empecé a considerar la idea de matar al viejo y apartar su ojo de mí de una vez por todas.
Bueno, he aquí la cuestión: ustedes me consideran loco. Pero los locos nada saben. Sin embargo, deberían haberme visto. Deberían haber visto con qué habilidad me puse manos a la obra. Con qué cautela, con qué disimulo. Nunca antes había sido tan amable con el viejo como lo fui durante aquella época. Y cada día, llegada la media noche, me plantaba ante la puerta de su dormitorio y retiraba muy suavemente el pestillo. La iba abriendo poco a poco con gran delicadeza, hasta que la apertura era tan ancha como mi cabeza; entonces metía por ese espacio una linterna sorda, totalmente cerrada, de modo que no irradiara el más mínimo destello de luz, y tras ella introducía mi cabeza. ¡Oh! se habrían reído de haber presenciado mi astucia cuando me asomaba. Me movía muy despacio –sumamente despacio– con tal de no despertar al viejo. Solía llevarme una hora entera meter la cabeza a través de la apertura, de modo que pudiera llegar a verlo acostado en su cama. ¡Ja! ¿acaso un loco hubiera sido tan astuto? Y luego, con la cabeza ya bien adentro, entreabría la portezuela de mi lámpara con gran cautela para evitar el chirrido de sus bisagras. Tan fina era la rendija, que apenas un fino rayo de luz iba a dar sobre el ojo de buitre. Así hice durante siete largas noches, siempre a la misma hora. Pero en todas las ocasiones encontré el ojo cerrado, de modo que no me sentía capaz de cumplir mi propósito –pues era el ojo maligno, y no el anciano, lo que me sacaba de quicio. Y cada mañana, al romper el alba, entraba con toda frescura en la habitación del viejo para charlar con él, lo llamaba afectuosamente por su nombre, y le preguntaba cómo había pasado la noche. Habría tenido que ser un hombre muy perspicaz para sospechar que cada noche, tocadas las doce, me dedicaba a observarlo mientras dormía.
La octava noche fui más cauto que nunca al abrir la puerta; el minutero de un reloj se habría movido más rápido que yo. Nunca antes de aquella noche había sentido con tanta fuerza el alcance de mis propias capacidades, de mi sagacidad. Apenas si podía contener mi euforia. Pensar que allí estaba, abriendo la puerta poco a poco, sin que el viejo pudiera adivinar ni en sueños cuáles eran mis propósitos. La misma idea me provocó una risa sofocada, que quizás el hombre escuchara, pues de repente se revolvió en su lecho, sobresaltado.
Podía imaginar cuál debía de ser la expresión del viejo –su mueca temblorosa, la mirada asustada–, mientras se urgía a decidir si realmente había oído aquél ruido o si había sido fruto de su imaginación. Y en aquél momento, por algún motivo, la patética imagen del anciano indefenso me hizo sentir incómodo. No había nada de malo con el plan, por supuesto, ni con mi forma de proceder, que era astuta y minuciosa como pocas. Se trataba más bien de un sentimiento de compasión –¡era tanta mi ventaja!– lo que me hizo flaquear. Compasión, ¡Dios! ¿Acaso no era yo el que debía cargar, día tras día, con el peso de la mirada del ojo de buitre en mi nuca? Pero el hecho es que, por una u otra razón, en aquellos momentos me faltó la fuerza para seguir adelante con mi plan.
Seguramente pensarán que reaccioné de forma alocada, arriesgándome a ser descubierto en una huida precipitada. Permítanme defraudarles: nada más lejos de la realidad. Yo sabía que el viejo, temeroso como era de los ladrones, tardaría un buen rato en conciliar el sueño de nuevo. No importaba. Podía aguardar el tiempo que fuera necesario sin moverme, sin producir el más mínimo ruido. Así que esperé. Dejé pasar un largo rato, durante el cual no volví a escuchar ruido alguno por parte del anciano, y entonces retiré delicadamente la linterna, y a continuación la cabeza. Procedí con sumo cuidado y en un alarde de diligencia logré cerrar la puerta sin que un solo chirrido brotara de las viejas y maltrechas bisagras.
Me dirigí a mi habitación y me dispuse a descansar. No a dormir: la rabia que seguía albergando hacia el ojo de buitre me lo impediría, eso lo sabía de antemano. Con echarme unas horas habría de bastar. Así que apagué la luz y me cubrí con la manta. Adopté una postura confortable y me dispuse a relajarme, colmando mi mente de pensamientos que me alejaran del viejo y su ojo maléfico.
Figúrense hasta qué punto logré calmarme que llegué incluso a conciliar el sueño. Es más, soñé –algo inaudito en mi caso. En mi fantasía yo paseaba por una playa dorada, bajo un sol radiante que convertía en caricias la cálida brisa. Todo era perfecto cuando, sin previo aviso, el mar empezó a rugir con inusitada furia, y divisé en el horizonte una terrible tormenta. El viento arreciaba por momentos y el leve fragor se tornaba ahora una cuchilla afilada. Sabía que debía partir, pues la marea enfurecida crecía a pasos agigantados y clamaría en breve por mi cuerpo. En un intento de recuperar la calidez que se perdía, me arrodillé para enterrar la mano en la arena. Pude sentir el calor que reinaba aún en el vientre de la playa. En la palma de mi mano apretada conservaba un puñado de aquella arena dorada. Sabía que mientras lo pudiera retener estaría a salvo, pues cada uno de aquellos granos conservaba en su interior el espíritu de la calma infinita. Sin embargo, la arena se escurría de mi mano sin que pudiera detenerla. Apretaba y apretaba, ¡en vano! Entonces comprendí que era imposible capturar aquella paz dorada, y que por lo tanto no podía escapar a la furia de la naturaleza. Las olas crecieron y crecieron y en cuestión de segundos fueron tan altas que quedé sepultado por su lúgubre sombra, y supe que nunca podría escapar a mi destino. Entonces desperté, presa de una intensa agitación.
Cubierto de sudor y con el corazón palpitando me incorporé en la cama, pero la oscuridad a mi alrededor engullía el espacio y me hacía vislumbrar –con gran claridad, pese al abismo de negrura– una figura sin forma, una idea terrible apostada en mi mente: ¡el rostro del terror más absoluto! Me levanté de un salto, temblando como una hoja en la tempestad, y me precipité sobre la linterna. Prendí la mecha y durante un buen rato sólo pude volcar todas mis fuerzas en comprobar que no hubiera nadie más en la habitación salvo yo mismo. Agitado aún, aunque recobrando poco a poco la calma, resolví abrigarme y dar un paseo por la casa, para tranquilizar mi espíritu.
Y entonces, al pasar por delante de la habitación del viejo, ¡me di cuenta! Vi claramente que todo había sido, una vez más, culpa suya. Era aquel ojo el que me tenía en vilo, pues cada vez que me apuntaba podía ver el fondo del abismo en la película que cubría su azulada pupila. Me estremecí sólo con recordarlo. ¡Qué gran error había cometido al haber abandonado su cuarto sin acabar el trabajo! El viejo debía morir aquella misma noche, ¡no cabía duda! Así que me dispuse a retomar la operación donde la había dejado. Repetí casi de memoria aquel ritual que tan bien conocía: me planté ante su puerta y mi brazo volvió a deslizarse, sigiloso, por el hueco entreabierto, lámpara en mano, tomándome el tiempo necesario.
La oscuridad en la habitación era absoluta –pues el viejo cerraba bien los postigos por miedo a los ladrones–, así que no había manera de que el hombre viera cómo yo iba abriendo poco a poco. Una vez más tenía la cabeza dentro y me disponía a correr la rendija de mi lámpara, cuando mi dedo resbaló en la portezuela provocando un leve ruido y el viejo se irguió sobresaltado, exclamando:
Quizás puedan pensar que aquel incidente me hizo dar marcha atrás, pero no fue así. La oscuridad en la habitación era absoluta –pues el viejo cerraba bien los postigos por miedo a los ladrones– así que no había manera de que el hombre viera cómo iba abriendo la puerta poco a poco. Una vez más tenía la cabeza dentro y me disponía a correr la rendija de mi lámpara, cuando mi dedo resbaló en la portezuela provocando un leve ruido y el viejo se irguió sobresaltado, exclamando:
–¿Quién anda ahí?
Me quedé quieto y en silencio. Permanecí una hora entera sin mover un sólo músculo, y en ese rato no oí al viejo recostarse de nuevo. Seguía sentado en la cama, atento –tal como yo mismo había hecho noche tras noche–, atento al acecho de la muerte.
Finalmente oí un tenue gemido, y supe que era el gemido del terror mortal. No era un quejido ni un lamento, ¡no!, era el sonido ahogado que surge de lo más hondo del alma cuando uno no puede soportar más el miedo. Yo conocía bien este sonido. Muchas noches, a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgía este sonido de lo más hondo de mi ser, agudizando con su eco aterrador lo terrores que me invadían. Sabía lo que el hombre sentía en aquellos momentos, y me daba lástima, aunque me reía para mis adentros. Comprendí que estaba despierto desde el primer ruido, cuando se había revuelto en la cama. Su miedo no había hecho más que crecer, pese a que había tratado de convencerse a sí mismo de que no había motivo alguno para ello. Había estado diciéndose: “No es más que el viento que entra por la chimenea”, o “es un ratón que cruza la habitación”, o bien “no es más que un grillo que chirrió una sola vez”. Sí, había tratado de calmar su pensamiento con tales suposiciones, pero nada de esto le había servido. Todo era en vano, pues la Muerte, al acercársele, se había deslizado ante él con su negra sombra y lo había cubierto con ella. Y fue precisamente la fatal influencia de aquella sombra inadvertida lo que lo llevó a sentir –pese a que no había podido ver ni oír nada en absoluto– la presencia de mi cabeza en la habitación.
Tras esperar un largo rato, muy pacientemente, sin que oyera al viejo echarse de nuevo, decidí descubrir con gran sigilo una pequeña –diminuta– rendija en mi lámpara. Al hacerlo –no podrían imaginar cuán sigilosamente– un haz de luz fino como el hilo de una telaraña brotó y fue a caer justo encima del ojo de buitre. Éste estaba abierto de par en par, y al contemplarlo me puse furioso. Lo podía distinguir a la perfección: aquél azul mortecino cubierto por una película opaca que helaba hasta el tuétano de mis huesos. Sin embargo, nada más podía ver del viejo, ni su rostro ni su persona: era como si por instinto hubiera dirigido el rayo de luz directamente hacia el lugar maldito. ¿Y no les he advertido ya de su error al tomar por locura un exceso de agudeza en los sentidos? Pues fíjense que en aquel momento mis oídos captaron un sonido apagado, monótono y apresurado, como el que produciría un reloj envuelto en algodón. También conocía bien este ruido. Era el latido del corazón del viejo. Aquello alimentó mi furia, como el redoble del tambor infunde valor en el soldado.
Pero aun así me contuve y permanecí quieto. Apenas espiraba. Sujetaba la lámpara sin mover un músculo, tratando de mantener el haz de luz sobre el ojo con la máxima firmeza. Mientras tanto, el volumen de la música infernal de su latido aumentaba. El ruido crecía y crecía, más alto y más rápido a cada momento. ¡El terror que sentía el viejo tenía que ser extremo! Me siguen ustedes, ¿verdad? Ya les he advertido que soy una persona nerviosa: lo soy. Y en aquel momento, en lo más oscuro de la noche, envuelto por el silencio espectral que reinaba en la vieja casa, no es de extrañar que un ruido como aquél me produjera un pánico incontrolable.
Aun así, conseguí mantener la calma por algunos minutos más. El corazón percutía en el ambiente de tal manera que temí perder los nervios. Mi pulso latía también, por la rabia, y la lámpara sorda osciló ligeramente. Sin duda debí haber prestado mayor atención a mi temperamento, pues el haz de luz se movió y la fortuna quiso que se apartara del viejo y de su ojo. Él no se dio cuenta, apenas si podía adivinar lo que estaba pasando. Pero yo lo sabía, ¡oh!, claro que lo sabía, así que por temor a que la lámpara delatara mis movimientos obturé la rendija de nuevo y opté por aguardar todo el tiempo que mi furia contenida me permitiera.
La oscuridad debió de causar en el viejo la ilusión de que el peligro había pasado, pues el ritmo de sus latidos empezó a aminorar. Reí para mis adentros. ¡Pobre diablo! Debía de pensar que todo lo anterior –los ruidos, el haz de luz– habían sido fruto una pesadilla, y ahora se relajaba. El tic tac del reloj cubierto de algodón pronto pasó a ser un zumbido apenas perceptible, que se mantuvo por unos instantes antes de desaparecer del todo. No podía ver, pero mi oído no me engañaba: el viejo se había dormido de nuevo. Así pues, ¡mi momento había llegado! Con renovada seguridad de que todo saldría a la perfección retiré de nuevo la portezuela de la lámpara y dirigí el haz de luz hacia el ojo de buitre. Pero, ¡maldición!, el viejo lo había cerrado. Contemplarlo no despertaba en mí ninguna emoción, con lo que mi rabia languideció y ya no me fue posible matarlo. Tendría que volver una noche más, a probar suerte.
A la mañana siguiente me sentía cansado. Fui a visitar al viejo como de costumbre, saludándolo con gran cordialidad y afecto, para que nada pudiera sospechar. Me confió que había pasado una mala noche, ¡y me lo contaba pensando que me hacía una gran confidencia! Yo me reía para mis adentros. No podía esperar el momento en que, en lo más oscuro de mis noches de tormento, el haz de luz diera con el ojo de cuervo. ¡Y todo habría acabado!
Sin embargo, pasaron las noches y el ojo maldito no se dejaba ver. Tres veces más visité al viejo mientras dormía, y las tres tuve que marcharme sin haber podido realizar mi intención. Sospecho que fue entonces cuando mis nervios empezaron a jugarme malas pasadas, pues a cada nuevo intento mi sagacidad –¡antaño incuestionable!– disminuía, al igual que mi paciencia. Cada vez me costaba más esfuerzo permanecer ratos largos en el cuarto del viejo y mis gestos eran cada día más torpes, lo cual ponía en riesgo mi propósito. Una noche estuve a punto de despertar al viejo por un desliz al abrir la puerta, y en otra ocasión el pulso me falló y la luz estuvo oscilando durante unos instantes sin control, lo que podía haber alertado fácilmente al anciano.
La debilidad de mis aptitudes produjo en mí un efecto desolador. Si no contaba con que algún día habría de matar al viejo no podía vivir tranquilo; y cuanto más tardaba en perpetrar mi crimen, más flaqueaban mis fuerzas. Fue entonces cuando todo se torció y algo curioso tuvo lugar. En ciertos momentos de la noche, aun en mi propia habitación, podía oír aquel sonido –¡irritante cual una espina clavada en la garganta!: el redoble del sordo tambor. El zumbido del corazón del viejo, que me visitaba en sueños al regresar de mis misiones fallidas. Oh, ¡qué horrible era oír crecer su ritmo en mis oídos, cobrando forma poco a poco, aumentando luego hasta colmar toda mi atención! Qué noches tan horribles pasaba entonces...
Aquél extraño fenómeno me había convertido en el cazador cazado. Si por entonces mis noches eran ya un infierno, también los días se volvieron calamitosos. Mis ánimos desfallecían, un torbellino de nefastas ideas bloqueaba mi entendimiento. No sabía cómo acabar con aquello: no podía matar ni podía vivir. ¿Qué podía hacer entonces? Díganmelo ustedes. ¡Estaba acabado!
Pero entonces algo sucedió. Una mañana, al entrar en el cuarto del anciano para expresarle mi cordial saludo matutino, no obtuve respuesta alguna por su parte. Sorprendido, me acerqué a su cama. Enjuto bajo la manta, el cuerpo del hombre permanecía inmóvil en su lecho. Tanto me escamó su quietud que decidí zarandearlo, delicadamente primero, después con más fuerza. Pero aun así no despertó. Entonces lo comprendí: ¡la fortuna había acudido a rescatarme! El viejo había fallecido de muerte natural.
Al día siguiente, tras un entierro parco en ceremonias –tan sólo unos pocos familiares lejanos le quedaban al pobre diablo–, regresé a la casa y me dispuse a disfrutar de la tranquilidad del hogar. Habían acabado para mí las noches llenas de furia aguardando a oscuras en la habitación del viejo: al fin llegaba la paz que tanto había ansiado.
Sin embargo, algunos días más tarde, poco después de acostarme, un ruido me despertó. Era noche cerrada –pude oír el reloj de la iglesia tocar las doce campanadas. Una secuencia familiar, que al principio confundí con los pasos lejanos de algún transeúnte, poco a poco iba ganando presencia y fuerza. ¡No era posible! ¿Pero cómo? A medida que fue aumentando lo pude reconocer –¡maldita sea!– como el sonido apagado, monótono y constante, de un reloj envuelto en algodón. Era... ¡el corazón del viejo!
Aun así, conseguí mantener la calma por algunos minutos más. ¡Pero el latido creía y crecía! Parecía que el corazón iba a estallar. Y entonces se apoderó de mí una nueva preocupación: ¡algún vecino podía oír aquél sonido! ¡La hora del viejo había llegado! Con un chillido, solté la lámpara y me metí de un salto en la habitación. Él gritó también, aunque una sola vez. En un abrir y cerrar de ojos lo arrastré al suelo y lo cubrí con el pesado colchón. Mi rostro dibujó una sonrisa al comprender que ya estaba hecho. Durante varios minutos el corazón siguió profiriendo su latir amortiguado. Pero ya no me molestaba; no era lo bastante fuerte como para traspasar los muros. Finalmente cesó. El viejo estaba muerto. Retiré el colchón y examiné el cadáver. Sí, el hombre estaba bien muerto. Coloqué la mano sobre el corazón y la mantuve ahí durante algunos minutos. No había pulso. Estaba muerto del todo. Su ojo nunca más habría de molestarme.
Si todavía piensan que estoy loco, dejarán de creerlo en cuanto les describa las escrupulosas precauciones que tomé para ocultar el cuerpo. La noche avanzaba, y yo trabajé aprisa pero en silencio. Lo primero fue desmembrar el cuerpo. Seccioné cabeza, brazos y piernas. A continuación, levanté tres tablones del suelo y deposité los distintos trozos en el hueco. Luego volví a encajar cuidadosamente las tablas en su sitio, con tanta pericia que ningún ojo humano –ni siquiera el del viejo– habría podido detectar algo. No había nada que limpiar –no había manchas de sangre. Había sido lo bastante cauteloso para que esto no sucediera; la bañera se lo había tragado todo, ja, ja, ja...!
Cuando hube terminado toda la faena eran las cuatro de la madrugada y la noche seguía tan oscura como a medianoche. Sonaban las campanas cuando alguien llamó a la puerta de la calle. Bajé a abrir con tranquilidad, ¿qué había de temer? En la entrada aguardaban tres hombres, que educadamente se presentaron como agentes de policía. Un vecino había oído un grito durante la noche y había pensado que podía tratarse de una agresión. Tras alertar a la policía, los habían enviado a investigar la zona. Sonreí –¿acaso había algo que temer?– y los invité a entrar de buen grado. El grito, les conté, lo había proferido yo mismo en mitad de una pesadilla. Respecto al viejo, comenté que había había ido a pasar unos días en el campo. Guié a mis visitantes a través de la casa, y les insté a que buscaran a fondo. Al final los conduje a la habitación del viejo. Les mostré sus objetos de valor, serenamente. Dejándome llevar por un entusiasmo producto de mi propia confianza, traje sillas a la habitación y los invité a descansar un rato, mientras yo –con la inmensa soltura que me brindaba mi triunfo impecable– situaba mi asiento justo encima de los tablones bajo los cuales descansaban los restos de la víctima.
Los agentes estaban satisfechos. Mi forma de actuar los había convencido. Yo me sentía particularmente tranquilo. Se sentaron; y mientras yo les iba contestando animadamente, ellos iban charlando. Sin embargo, transcurrido un rato sentí que palidecía y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y me parecía escuchar un zumbido; pero ellos seguían charlando en sus sillas. El zumbido aumentaba, pasaba el rato y aumentaba. Yo hablaba más alocadamente que antes para intentar librarme de aquella sensación; pero continuaba, e iba cobrando definición, hasta que finalmente comprendí que el ruido no estaba en mis oídos. En aquel momento palidecí más aun; empecé a hablar más fuerte y con mayor fluidez. Sin embargo, pese a mis esfuerzos el ruido seguía aumentando, ¿y qué podía hacer yo? Se trataba de un sonido apagado, monótono y constante, como el de un reloj envuelto en algodón. Me faltaba el aire; y sin embargo los agentes no parecían oír nada.
Presa del pánico, me desprendí de la manta y salté de la cama. El corazón latía sin cesar, a un ritmo constante, implacable. Pero, ¿cómo podía ser? ¿Acaso me estaría equivocando? El viejo estaba muerto y enterrado, yo mismo había ayudado a cubrir de tierra su fosa. Sin embargo, conocía bien aquel sonido, mis sentidos no podían engañarme. A tientas, fui buscando la lámpara por la habitación hasta dar con ella. La encendí y miré a mi alrededor, rápido, avizor. No había nadie. Ahora que sabía de cierto –¡mis ojos no podían mentir!– que el viejo no estaba allí, incluso los latidos parecían disminuir en intensidad, cada vez más opacos y tenues.
Reuní fuerzas para salir del cuarto y enfrentarme a los demonios oscuros de la noche. Recorrí la fría casa envuelto en la manta, linterna en mano, a la búsqueda del origen del ruido, pero no tuve éxito. Los latidos se debilitaban poco a poco y cada vez me resultaba más difícil percibirlos. La tenue percusión acabó en mero zumbido y cada vez que creía detectar su procedencia se volvía lejana e imprecisa. Al final el ruido cesó.
Podrán imaginar el trastorno que causó en mí aquella experiencia. Más aún si les digo que no fue la única vez, sino la primera de muchas, en que habría de visitarme el espectral martilleo que procedía –¡tenía que proceder por fuerza!, ¡lo conocía bien!– del corazón del viejo, allá en la profundidad de su sepulcro. Aun muerto, disparaba su arma percutora contra mí, astutamente, pues no me visitaba cada noche, ni tampoco las noches pares, o las impares: aparecía sin ninguna pauta, cuando yo menos lo esperaba. Pero ¿cómo? Ustedes sin duda seguirán creyendo que estoy loco; pero para nada me comporté como tal. Cualquier otro habría huido despavorido, abandonando la casa. Pero yo no. Aguanté. Sabía que el viejo estaba muerto, así que no podía hacerme ningún daño. He de admitir que no me resultó fácil, pero resistí. Salía a ejercitar mis piernas a diario, a fin de mantener mi vigor y despejar la mente. Me acostumbré a visitar la taberna más de lo que me hubiera gustado, especialmente en las noches de tormento. Y así aguanté, como les digo, una buena temporada.
Sin embargo, una noche, tras volver de la taberna a altas horas, algo sucedió. Me encontraba ya acostado en mi lecho y me sumía en el primer sueño cuando de repente la imagen del viejo apareció ante mí. ¡Juro que lo vi! Y estoy tan cuerdo como cualquiera de ustedes... Ahí estaba; cómo no, paseando el martilleo de su corazón. Fue tal mi sobresalto que salté de la cama y me precipité torpemente hacia el otro extremo de la habitación. Lo había visto con total claridad por unos segundos: su pelo blanco, su porte encorvado, y el ojo, ¡aquel ojo! que parecía encarnar el mal absoluto. Sin embargo, la imagen desapareció súbitamente, permaneciendo sólo el latir del corazón... ¡Maldito ruido! Ahora se escuchaba más que nunca, cadente y cada vez más fuerte. Lámpara en mano, escudriñé la habitación entera y después el resto de la casa de punta a punta en busca del viejo; pero había desaparecido. Y los latidos no cesaban, ¡me estaban haciendo perder la cabeza! Cada bombeo era una nueva sacudida a todos mis sentidos, y al final tuve que taparme las orejas con las palmas de las manos. ¡Oh! por más detalle que trate de conferir a mi relato jamás podrían imaginar la embestida que soportaban mis oídos. Nada había que yo pudiera hacer para evitar el estruendo de aquella fatídica percusión.
No pudiendo resistirlo más, salí a la calle. Era noche cerrada y no había un alma. ¿Por qué nadie más parecía oír aquel ruido lancinante? Y si lo escuchaban, ¿cómo era posible que los demás pudieran resistirlo y yo no? Corrí por las calles con las manos en los oídos, intentando escapar sin éxito alguno. Sólo la luna iluminaba mis pasos, blanca y radiante. Corría y corría, y el corazón del anciano me perseguía incansable. Llegué a pensar –se lo confieso– en poner fin a mi sufrimiento del modo más funesto. Pero, ¿cómo iba a hacer eso? ¿Acaso debía dejar sin castigo tan execrable revancha? ¡Pues claro que no! Debía llegar al origen de aquel tormento, a su fuente... ¡la sepultura del viejo!
Corrí por las calles con desesperación, encorvado y con las manos en los oídos, en dirección al cementerio. Comprendo que aquellos que me vieran de tal guisa pudieran pensar que no me hallaba en mi sano juicio. Pero yo sabía muy bien lo que hacía. Enseguida dejé atrás las últimas calles del pueblo y llegué al camposanto. Nadie rondaba aquél lugar, salvo algunos gatos distraídos que huyeron como un relámpago al ver aparecer mi figura agitada. Entrar me resultó fácil a pesar de estar la verja cerrada a cal y canto: los muros eran bajos, y un salto enérgico me bastó para franquearlos. Una vez dentro me dirigí directo a la tumba del viejo, pues recordaba bien su emplazamiento.
Tenía bien claro lo que tenía que hacer, así que nada más llegar al sepulcro del viejo me hinqué de rodillas en el suelo, y me puse a cavar con las manos con todas mis fuerzas. Creía que mis oídos iban a estallar, tal era la intensidad de los latidos en aquel punto. Pero no me detuve y seguí cavando. La misma ofuscación que guiaba mis pasos me brindaba la fuerza para seguir, y sin embargo tenía la sensación de no avanzar. Al cabo de un buen rato me percaté de que apenas había logrado descender medio metro, y tuve que detenerme pues mis manos habían empezado a sangrar, ¡tal era el ímpetu con el que cavaba! Me levanté para buscar a mi alrededor alguna herramienta que me permitiera continuar la tarea. Un cincel de hierro forjado que hallé abandonado al lado de una lápida a medio grabar serviría.
Así, cavando sin descanso, acuchillando la tierra y profiriendo gritos de rabia y de dolor, alcancé el ataúd del viejo. La madera no resistió por mucho tiempo mis acometidas, cargadas de un ímpetu que se diría insano. En aquellos momentos finales, el tic tac del reloj cubierto de algodón sonaba tan fuerte que había nublado mis sentidos y los alaridos que profería sin descanso no bastaban para ahuyentar su presencia casi corpórea. Al fin llegué a ver el cuerpo –así de clara y estrellada era la noche–, y me sorprendió no reconocer apenas el rostro del fiambre. Un horrible hedor se había adueñado del lugar. La descomposición del cadáver, sin embargo, no había de entibiar mis propósitos. Firme cual brazo ejecutor, apuñalé aquél cuerpo con el cincel justo en el sitio donde tenía que estar el corazón. Lo hice con ansia, fuera de mí, sin parar de gritar. Lo acuchillé una y otra vez, sin compasión, hasta que el ruido del maldito corazón hubo cesado para siempre. Ya nada distrubaría mi paz, nuca más.
Ustedes me consideran loco, lo sé. Pero se equivocan, no cesaré de repetirlo. Soy algo nervioso, sí –lo han comprobado–, pero no demente. Cierto es que aquella noche no fui todo lo prudente y sereno que podía haber sido, pero pónganse en mi lugar. ¿Acaso existe persona cuerda capaz de lidiar con tal abominación? En aquellos momentos finales, era tanta mi rabia y tan intenso el dolor de mis oídos, que no pude moderarme. Simplemente, me resultó imposible. Con tanta fuerza retumbaban los latidos en mi cabeza que no podía pensar en otra cosa que no fuera destruir la fuente de aquel sonido fatal. Por eso no advertí que algunas personas habían acudido al cementerio alertadas por el griterío. Y por la misma razón no vi llegar a los agentes de la ley, a los que alguien había llamado angustiado por la crudeza de la escena –y no le culpo. Incluso en el momento en que me llevaron preso, sujeto por la camisa de fuerza, no podía parar de maldecir y lanzar espumarajos de rabia. Y también me reía, ¡oh!, cuanto me reía... Ahora el viejo ya no me podría volver a molestar... ¡jamás!
Presa del pánico, me desprendí de la manta y salté de la cama. El corazón del viejo latía sin cesar, a un ritmo constante, implacable. Cada vez más fuerte, los latidos más contundentes. Mis oídos apenas lo podían soportar, ¡cada nuevo latido los golpeaba como un mazazo! Caí de rodillas, tapándome las orejas con ambas manos. La oscuridad me cegaba pero podía ver a través de ella, ¡oh,sí!, podía percibir el horror que escondía. Sentía la presencia de la muerte, auspiciada por una negrura infinita, aproximándose inclemente. Busqué la lámpara a tientas, pero el terror se había adueñado de todo mi ser y fui incapaz de hallarla, aunque tanteé a mi alrededor con gran persistencia.
Comprendí entonces que mi suerte estaba echada. Aunque no podía ver, sabía que el viejo había vuelto para llevarme, ¡maldito diablo! Siempre había estado al tanto de mis intenciones. Por las mañanas fingía alegrarse de verme entrar en su dormitorio y me seguía la corriente. ¡Era astuto! Pues sabía bien que al fallecer vendría a por mí. Y así lo había hecho, ¡maldito! Pero ¿qué se suponía que debía hacer yo? ¿Acaso debía quedarme de brazos cruzados mientras se cobraba su venganza? ¿Debía permanecer impasible, sufriendo cómo el terrible ojo de buitre fijaba en mí su mirada maligna mientras mi vida expiraba? ¡Jamás! Ja, ja, ja, ja... El viejo debía aprender que siempre –siempre, aun muerto– yo iba a ser más astuto que él. Así pues, estaba decidido.
Hice acopio de las fuerzas que me quedaban y me recompuse lo mejor que pude, aunque el estruendo de sus latidos entorpecía mis actos. Y entonces corrí, corrí tan rápido como me permitieron las piernas, en dirección a la ventana. Estaba cerrada, pero sabía de la débil armazón de sus hojas. No veía nada pero conocía bien el terreno. Así que, como les decía, tomé tanto impulso como pude y me arrojé con todas mis fuerzas contra la madera. Tal como había calculado, las finas tablas cedieron a mi impulso y, como un peso muerto, caí a la calle. Y de este modo, de una vez por todas, pude descansar. Para siempre...
Quizás algunos de ustedes juzgarán excesiva mi solución. ¿Valió la pena acabar con todo?, se preguntarán. Si pudieran conocer, como he conocido yo, el silencio más puro, la calma más completa, no lo dudarían ni por un segundo. Des del momento en que cesaron los latidos del corazón del viejo, todo mi dolor, mis miedos, mi sufrimiento –¡todos ellos a la vez!–, terminaron para siempre. Al fin gozaba de la paz que tanto me había faltado en vida. Y lo más importante: el ojo de buitre, esa maldita abominación del averno, nunca más volvería a molestarme. ¿Acaso hay algo que pudiera desear con más fuerza en este mundo? Piénsenlo y respondan, respondan por ustedes mismos, ahora que realmente empiezan a saber de mí.
Hubiera sido fácil dejarme llevar por los nervios. El ruido era persistente y monótono, y no paraba de crecer. Pero por algún motivo aquellos hombres lo ignoraban. Quizás fuera debido a sus oídos castigados. No era descabellado: los agentes de policía intervienen en altercados, disparan armas de fuego. Sin duda, su oído había de estar maltrecho por los avatares de su oficio. ¡No estaba todo perdido! A partir de aquel momento fui parco en palabras, pues pensé que si eran ellos los que hablaban les sería más difícil atender al sonido que emergía del suelo. Mientras tanto, yo cavilaba sobre cómo poner fin a la visita; ya no me sentía eufórico, ni confiado.
Por suerte, antes de que hubiera dado con una solución, los latidos empezaron a sonar más huecos, más lejanos. Presté atención, mientras los agentes parloteaban animadamente. No había duda: el sonido languidecía por momentos. Bostecé ostensiblemente, como por descuido, una vez o dos; uno de los agentes comprendió, y sugirió a los otros que era hora de marcharse. ¡Por fin! Los acompañé hasta la calle y los despedí con calidez. Había que reconocer que, una vez más, mi pericia me había salvado. Debía felicitarme por mi actuación: los policías no habían sospechado nada en absoluto.
Sin embargo, ahora me dominaba una duda enfermiza: ¿era posible que el viejo siguiera vivo? ¡Si yo mismo había descuartizado el cadáver! ¿Por qué había escuchado, pues, latir su corazón? Subí los peldaños de la escalera de dos en dos y me dirigí a su cuarto. Aparté la silla en la que me había sentado y me arrodillé justo ante el sitio de donde un rato antes brotaba el latido infernal. Pegué la oreja al suelo. No escuché nada en absoluto. Todo había sido una terrible confusión. Existía un sinfín de cosas que podían haber producido aquél ruido: una rata fisgoneando en las entrañas de la casa, un insecto que hubiera quedado atrapado bajo los tablones e intentara liberarse, una madera que hubiera quedado mal encajada y presionase al resto... ¿Por qué no se me habría ocurrido antes? Sin duda habían sido los nervios. Soy nervioso, ¡sí! Eso ya se lo había dicho...
Levanté los tablones y me dispuse a revisar los fragmentos del cadáver uno a uno. Allí estaba el corazón del viejo, frío y apagado. Ni el más mínimo destello de vida podía haber surgido de él. ¡Qué inocente había sido! Ahora que el peligro había pasado, decidí cargar con aquellos restos y tirarlos al río; al fin y al cabo era lo más seguro. No me resultó una operación difícil, pues aunque empezaba a clarear, la noche todavía me amparaba. Los peces se encargarían de acabar con el asunto de una vez por todas.
Ahora que han escuchado mi historia, comprendo que juzgarán mis actos algo exaltados – al fin y al cabo el viejo siempre había sido bueno conmigo. El único problema es, simple y llanamente, que nunca se me dio bien calmar mis nervios. Es más, debo confesarles que aquellos acontecimientos, quizás por su crudeza, quizás por lo tensos que resultaron, me dejaron alguna secuela. La calma después de la tormenta no fue absoluta, no. Con frecuencia me siguen asaltando los terrores nocturnos, ¡sí!, el pánico que acecha en la oscuridad. Y no sólo esto –merecen que se lo confiese. De vez en cuando, pasada la medianoche, un rumor nace de la nada, monótono y apagado; es el sonido de un reloj envuelto en algodón, ese que tan bien conozco, que va creciendo y creciendo, impregnando mis oídos; y me despierta, angustiado y envuelto en sudor, en mitad de la noche más oscura.
Empecé a hablar aún más rápido, con mayor vehemencia; pero el ruido no cesaba de crecer. Discutía cualquier tontería dándole relevancia, gesticulando con violencia; pero el ruido seguía creciendo. ¿Por qué no paraba? Me puse de pie y empecé a dar vueltas por la habitación a grandes zancadas, como si me enfurecieran las apreciaciones de aquellos caballeros; pero el ruido no hacía sino aumentar. Oh, ¡Dios! ¿Qué podía hacer? ¡Maldije, despotriqué, juré! Removí la silla en la que me sentaba, rascando los tablones, pero el ruido no hizo sino seguir aumentando, más envolvente aún. ¡El sonido seguía creciendo, y creciendo! Y sin embargo aquellos hombres seguían charlando tranquilamente, sonrientes. ¿Acaso era posible que no lo oyeran? ¡Por Dios! ¡No, no! ¡Lo oían! ¡Lo habían sospechado! ¡Lo sabían todo! ¡Se estaban burlando de mi terror! – eso pensé, y lo sigo creyendo. ¡Pero cualquier cosa era mejor que aquella agonía! ¡Cualquier cosa resultaba más tolerable que una burla semejante! ¡No podía soportar por más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que debía gritar o moriría! Y una vez más el ruido crecía y crecía, ¡era cada vez más fuerte, y más fuerte!
– ¡Miserables! –grité al fin– ¡Dejad de disimular! Lo admito: ¡Yo lo maté! ¡Levantad estos tablones! ¡Aquí, aquí! ¡De aquí proviene el latido de su horrible corazón!
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El corazón delator (relato original)
Un sueño premonitorio
Un crimen casi perfecto
La tormenta precede la calma
Una solución fatal
De nuevo entre los vivos
Mal presagio y peor desenlace
Los designios del destino
Pero entonces comencé a sentirme extraño y mi mente se enturbió. La habitación empezó a dar vueltas a mi alrededor, y noté que las piernas dejaban de sostenerme. ¿Qué diablos me estaba pasando? De no ser porque conocía tan bien al viejo, y lo sabía incapaz de semejante treta, habría jurado me había drogado, o peor aún, ¡envenenado!
Me desplomé como un peso muerto sobre el suelo de madera. Traté de gritar, pero no salía de mi boca más que un tenue quejido, apenas audible. Luché, les juro que luché, lo hice todas mis fuerzas; pero pronto comprendí que era inútil resistirse a tan funesto destino. La oscuridad me envolvía y se me llevaba para siempre. Apenas un suspiro y todo terminó.